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NOBLEZA DEL CUERPO Y NECESIDAD DEL PUDOR

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Esta es la razón por la cual algo tan noble en sí mismo, como el cuerpo humano sin más, desnudo, de ordinario puede estar diciendo a la persona normal: placer.

Puede resultar una llamada a un placer también de suyo bueno, pero que no es bueno siempre y en cualquier circunstancia, pues sólo encuentra su justificación — y santificación — en la casta relación conyugal abierta a la generación. En otro contexto, provocarlo es pecado grave: mortal, como se dice en sana teología.

Y se provoca — o al menos se corre el grave riesgo de provocarlo — siempre que se desnudan ante la mirada ajena de distinto sexo, aquellas unidades anatómicas (o conjunto de unidades) impersonales que de por sí ni dicen ni sugieren más que placer.

Por supuesto, hay motivos, por ejemplo, de salud o de necesaria higiene que crean en torno al cuerpo desnudo como un velo sutil, pero real. Hay, en efecto, circunstancias en las que no es fácil “mirarlo”, por decirlo de algún modo, como “carne de placer”, porque se está pensando en otra cosa, en la que se está de hecho ocupado: curar, por ejemplo; o representar artísticamente — que hay modos de hacerlo sin faltar al pudor -, son actividades que hacen normalmente inocuo el desvelamiento, aunque nunca han de faltar cautelas peculiares.

Hay lugares donde por falta de técnicas adecuadas y por razón del clima, las personas casi no se visten, sin que por ello falten al pudor. Todos podemos comprender que no es lo mismo desnudarse que no vestirse.

En esas circunstancias, siempre hay gestos, actitudes del cuerpo que se comprenden vedadas para la persona honesta; y también hay lo que para nosotros sería un simple adorno que para ellos tiene sin embargo, gran trascendencia. Nosotros no podemos perder de vista que en nuestras latitudes, el que está desnudo es porque se ha despojado del vestido, se ha desnudado, y éste es un acto muy cargado de significación y de expresividad, muy distinta a la del modo habitual de presentarse el “buen salvaje” del Amazonas, o de dondequiera que se encuentre.

Hay circunstancias, en efecto, que hacen moralmente inocuo el desnudo. Es significativo que el Papa Juan Pablo II haya hablado de la “teología del cuerpo” en la Capilla Sixtina, donde Miguel Angel pintó innumerables figuras desnudas. Los estudiantes de Bellas Artes saben que — con cautelas precisas — pueden contemplar un modelo desnudo sin ninguna preocupación sensual.

Por lo demás, si se atiende bien, se observará que, cuando en una auténtica obra de arte — pintura, escultura — se presenta un bello y elegante desnudo, se encuentra libre de toda procacidad. La belleza y elegancia estriban en la idealización que ha operado el artista y constituye ya un velo de pudor, que permite la contemplación estética sin más complicaciones.

Por desgracia, no siempre los artistas han tenido el suficiente genio como para descubrir esa ley y atenerse a ella. (Véase en Antonio OROZCO, Arte, moral y espectáculos, Folletos Mundo Cristiano)

No se puede negar que los usos y las costumbres sociales cambian dentro de ciertos límites las leyes del pudor. Sin embargo no es menos cierto que siempre hay un límite real entre lo decente y lo indecente, se reconozca o no.

Una persona que se esfuerza por vivir con dignidad, distingue sin gran esfuerzo la modestia de la inmodestia, y el pudor de la desvergüenza.

También es cierto que las hay que no saben distinguir bien y miden la bondad o malicia de una situación por la reacción que sobre la marcha parece producir. Así, por ejemplo, como en las playas o piscinas concurridas no se suele percibir una reacción de lujuria notoria, a pesar de la procacidad de muchos bañadores al uso, propenden a pensar que ahí no pasa nada. No faltan quienes sostienen que en las playas de hoy, se cometen menos pecados de lujuria que en las de la belle époque.


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